Por José María Posse.
Abogado - Escritor - Historiador.
Era común ver a don Emidio Posse Talavera comer un naranja recostado en un gigantesco pacará a orillas del arroyo Calimayo. Sobre todo, en aquellas calurosas siestas tucumanas. El Calimayo abrazaba una isla de exuberante vegetación y variada fauna que era parte de la estancia de La Reducción, cercana a Lules, donde se encontraba enclavado el ingenio azucarero del mismo nombre. Siglos atrás, allí se encontraba una reducción jesuítica abandonada luego de la expulsión de la orden.
En la década de 1890, don Emidio era una suerte de señor y benefactor de la zona. De mediana estatura, recio de físico, de tez morena y profundos ojos verdes, era muy buscado por las mujeres, aunque se mantuvo tenazmente soltero. Dueño de las tierras y de la fábrica, constituía el árbitro indiscutible de cualquier disputa que surgiera en la zona. Era asimismo juez de Paz, comandante de milicias y mecenas de la comarca. En el ingenio de Posse, los jornales eran los mejor pagados de toda la industria. La fábrica tenía escuela propia, sostenida por los ingresos del ingenio. Las casas que la rodeaban eran cómodas y espaciosas, y los obreros vivían una existencia tranquila.
No se crea por esto que el viejo Posse era un manso cordero. En su juventud había integrado las fuerzas liberales que desalojaron a balazos al gobernador federal Celedonio Gutiérrez del mando de la provincia.
Junto a sus familiares peleó batallas contra las montoneras del Chacho Peñaloza y de Felipe Varela; le hicieron una revolución a un gobernador enemigo atacando el Cabildo de Tucumán en medio de un baile; se jugaron en 1.000 combates defendiendo sus ideales, hasta la revolución juarista que derrocó al gobernador Juan Posse en 1887. En varios de esos entreveros, don Emidio fue figura principal.
Cuentan que, en medio del fragor de la batalla de Pozo de Vargas, Emidio Posse puso el pecho a las balas en la primera línea de fuego. Como comandante del batallón tucumano, encabezó la carga que terminó de desarticular a las fuerzas de Felipe Varela, y que fue su arrojo rayano en el heroísmo, no el entonar de la famosa zamba, lo que sirvió de aliciente a la tropa para enfrentar y vencer una fuerza enemiga muy superior. Sin embargo, de todas esas circunstancias, salió sin un solo rasguño. Pasados los hechos, una inmensa paz parecía embargarlo y su mirada volaba a otras dimensiones.
Se decía que adivinaba el clima con sólo olisquear unos minutos al aire. Sus predicciones sobre acontecimientos futuros eran muy conocidas, a punto que muchos comenzaron a ir en su búsqueda a La Reducción como a un oráculo. Emidio los recibía a regañadientes y no sin escrúpulos. Lo cierto es que sus “consejos” jamás fallaban.
Don Emidio tenía dos pasiones: el Calimayo y la lectura. Fundó una biblioteca en la vecina ciudad de Lules y la dotó de una exquisita colección de la que solía tomar prestado algún ejemplar para degustarlo a la sombra del gigantesco pacará a orillas del arroyo. Allí llevaba a sus amigos literatos, entre los que era asiduo concurrente su cuñado, el doctor Arsenio Granillo, acaso uno de los jurisconsultos más preparados de su época, quien dejó escrito en un libro “Provincia de Tucumán. Serie de artículos descriptivos y noticiosos”, de 1870, un relato minucioso de sus vivencias en el Calimayo.
Círculo político
En Tucumán fundó el Club Monteagudo, una suerte de círculo político donde, además de debatir sobre los lineamientos filosóficos y económicos del momento, se realizaban peñas culturales, donde se leían tanto a noveles como a reconocidos autores de la época. Allí se reunían los intelectuales de la familia Posse: José Pepe, el íntimo de Domingo Sarmiento; Filemón, quién llegó a ser ministro de Educación y Justicia de Juárez Celman, y el célebre periodista Benjamín, con su discurso siempre anticlerical.
En el tiempo que debió residir en Buenos Aires como diputado nacional por su provincia, Emidio Posse se enteró de la llegada al país del escritor Italiano Edmundo De Amicis. De inmediato gestionó conocerlo, y de la amistad allí nacida surgió un viaje a Tucumán. La inmortal novela de éste, “Corazón”, incluye el cuento “De los Apeninos a Los Andes” cuyo desenlace es en la casa solariega del ingenio La Reducción, a la vera del Calimayo.
A estas alturas, el lector estará intentando inferir qué artilugio podía unir a don Emidio con el citado arroyo, y es justamente una página que debe ser tomada con extrema precaución, para no caer en un relato que pueda arrebatarse como fantástico o en todo caso increíble.
Preservar lo natural
Decían que el viejo Posse hablaba con la naturaleza, o al menos con sus espíritus primarios.
Todas las culturas del mundo, desde que el hombre tenga memoria de sí, dejan asentadas la existencia de seres investidos de una naturaleza no humana que habitan a nuestro alrededor. Las civilizaciones de Grecia, Roma, Egipto, China y la India creían en sátiros, espíritus y duendes. Poblaban los mares con sirenas, ríos y fuentes con ninfas, el aire con hadas, el fuego con lares y penantes, la tierra con faunos y hamadríades. Esos espíritus de la naturaleza eran tenidos en alta estima y a ellos se dedicaban ofrendas propiciatorias. Ocasionalmente, debido a las condiciones atmosféricas o a la peculiar sensibilidad de algunas personas, se tornaban visibles.
Nuestra cultura indiana está repleta de seres espirituales que de una u otra manera preservan el equilibrio natural. La Pachamama, como Madre Tierra benefactora, es la mayor expresión de estos espíritus de la naturaleza. Ya en nuestro tiempo, cuando en la década de 1960 Brasil comenzó a destruir el Amazonas con talas indiscriminadas en pos del progreso, centenares de testigos manifestaron haber tenido algún tipo de contacto con estos seres... luego, la naturaleza destructiva del hombre siguió con su curso de devastación.
No es el caso verter mi opinión personal ya que soy un mero intermediario entre la historia que me relataron y ustedes. Sólo diré que el Calimayo esconde sus secretos y que se debe estar allí para sentir; tan sólo estar y nutrirse de lo que la naturaleza transmite...
Volviendo a nuestro personaje, Emidio nunca permitió la caza y la tala dentro de los extensos límites de su hacienda. En especial vedó la zona del islote abrazado por el río. Sólo permitía la pesca a los lugareños, para la “comida del día”. Su palabra era ley y nadie osaba contradecirlo. Sus capataces hacían cumplir su normativa en la ausencia del patrón. En virtud de ello, el Calimayo era un verdadero vergel.
A veces, Emidio se perdía durante todo el día en el bosque. Algunos lugareños curiosos que se atrevieron a espiarlo en sus caminatas, aseguraban haberlo visto conversar con las flores, reír con seres invisibles para ellos, discutir con un grueso árbol y silbar junto a los pájaros que se arrimaban a comer de su mano. Algunos incluso manifestaban que, por las tardes de verano, chapoteaba en la laguna del Calimayo junto a una bella mujer totalmente desnuda. ¿Acaso una sirena del río?
Una mente preclara
Era callado, sí, tal vez un tanto distante, pero jamás pasó por loco o desequilibrado. Muy por el contrario, como dijimos, era buscado por personajes encumbrados de su época por sus consejos siempre acertados. Quizás fue considerado un tanto excéntrico, pero jamás se habló de él sino con respeto. Su pariente y gran amigo Julio Argentino Roca, en sus primeros años, había estado asignado al Regimiento Séptimo de Línea, cuyos cuarteles se encontraban en Lules, muy cerca de La Reducción. A pesar de su juventud, prefería la compañía de don Emidio a la vida de la ciudad. A orillas del Calimayo se enamoró de una joven lugareña. Fruto de ese amor nació una niña, de la que terminó haciéndose cargo Emidio Posse, ya que Roca fue trasladado a otro destino. Hasta su muerte, Posse fue un especial colaborador del presidente que sentó las bases de la Argentina moderna. Nuestro personaje no sólo no estaba loco, sino que tenía una mente preclara. Desde la discreción supo influenciar a sus congéneres. Esa generación fue la más rutilante en la historia de la provincia de Tucumán.
Una partida fatídica
Su suerte era proverbial, al punto que nadie osaba retarlo a una partida de cartas. Pero por entonces no eran muchas las distracciones posibles y una de ellas eran los eternos juegos de naipes en el Club Social, frente a la plaza principal. Una tarde calurosa, se hallaba allí el entonces gobernador Miguel Nougués, miembro de una familia políticamente enemistada con los Posse desde la Revolución de 1887. Al parecer, envalentonado con varias manos que le habían resultado favorables, cuando vio entrar al club a don Emidio, en voz alta se dirigió a todos en general y a ninguno en particular profiriendo un insulto en contra de la familia del recién llegado.
Ante esto, el aludido se volvió al gobernador y le exigió su inmediata retractación, o de lo contrario sus padrinos lo irían a buscar esa noche para fijar el día y hora del duelo. Ante esto, todos los allí presentes se arremolinaron en torno a los posibles contrincantes y de inmediato comenzaron a mediar los comedidos de siempre intentando un arreglo pacífico. Era Posse un hombre de cierta edad, que contrastaba con la juventud de Nougués.
Por fin este aflojó en la discusión y sugirió poner fin a la disputa mediante una partida de cartas. El ganador tendría su honor salvado, además, él ofrecía que, en caso de perder, le entregaría una extensa franja de tierras que bordeaban el Calimayo y que desde hacía mucho don Emidio ofrecía comprar a los Nougués. Ante esto y las súplicas de amigos allí presentes, el viejo aceptó de mala gana. Hasta entonces ya se había corrido la voz en toda la población, muchos de los cuales atestaban los salones del Club Social.
Posse ganó dos partidas sucesivas con juegos increíbles. Promediaba el tercer juego, pactado a cinco, y la suerte seguía siendo toda del viejo. Fue cuando Nougés sugirió que Posse hacía trampa. Eso fue demasiado para don Emidio quien, sin mediar palabra, le propinó un brutal puñetazo que dio por tierra con el gobernador de Tucumán. El escándalo que entonces se produjo fue inolvidable; miembros de ambos bandos sacaban a relucir sus armas y algunos grupos se tomaban a los golpes hasta que vino un cuerpo de enganchados del batallón de guardias nacionales, y a empellones calmó las cosas. Tardaron en reanimar al gobernador y se llevaron al viejo Emidio Posse detenido al cabildo. Finalmente fue liberado, pero se lo sometió a juicio por atentado contra la autoridad. Claro que la cosa concluyó con una simbólica condena a destierro de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Esto debió ser suficiente, pero para un hombre como Posse, que no se le permitiera lavar su honor, fue demasiado.
La noche siguiente a la condena se sintió mal y tuvo una apoplejía; al poco tiempo murió, dejando expresas instrucciones de ser enterrado junto al viejo pacará del Calimayo. Conociendo que, al no ser tierra consagrada, difícilmente la Iglesia permitiría su sepultura en ese lugar, manifestó que en todo caso sus restos fueran depositados en el cementerio de Lules, pero como desterrado que era, prohibía que lo hicieran en el de la ciudad. Todos sus bienes quedaban para doña Josefa Posse de Borton, “sobrina por el nacimiento, hermana por la crianza y por el corazón, mi hija”.
La inundación
La noche en que fue enterrado Emidio se desató una terrible tormenta en Tucumán. Durante días llovió sin cesar. Particularmente violenta fue en la zona de Lules y en La Reducción. Cuando se despejó, entre las primeras informaciones de los daños llegó la noticia de que el cementerio de Lules se había inundado por completo, al punto que varios féretros flotaban fuera de las bóvedas. Alarmados, los Posse fueron a ver lo sucedido con el cajón de don Emidio. Luego de una infructuosa búsqueda se determinó que la corriente podría haberlo arrastrado al río cercano. Lo cierto es que nunca fue encontrado. Las suposiciones, como era de esperar, fueron de las más variadas. Hasta no hace mucho la leyenda lugareña sostenía que las hadas habían provocado la tormenta y que los duendes habían robado el cuerpo del viejo para llevarlo a su última y deseada morada.
Curiosamente, el Calimayo aún se mantiene virgen y han fracasado uno a uno todos los intentos en pos de sistematizar su cauce y hacer las tierras aptas para el cultivo. Para algunos es tierra maldita, pero los ambientalistas tienen a la zona del Calimayo como el último vestigio de la flora y fauna natural del llano tucumano. Ya nadie habla de duendes, sin embargo, algunos vecinos del lugar sostienen que algunas noches, junto al viejo Pacará, que aún hoy se yergue orgulloso, se ven luces multicolores y se escuchan alegres canciones y música que parece venida del cielo.
Al no haber dejado descendencia, la historia de don Emidio fue olvidada por la posteridad. Una calle en la ciudad de Lules lo recuerda. Mi padre (su sobrino nieto) me la contó hace muchos años, un día que pasábamos en automóvil junto al Calimayo. Nunca olvidaré la expresión de sus ojos mientras lo hacía: fue como si al rememorarla, los aleteos de los seres fantásticos de los que le hablaban en su niñez afloraran, rejuveneciéndolo.
Nota: Historia dedicada a la licenciada María Beatriz Calvi de Posse.